En el amplio espectro de videojuegos que persisten en mi memoria hay un género que me tiene enamorado desde mis primeros años de existencia. No, no voy a volver a soltaros una pataleta nostálgica sobre mi corazón seguero y mis andanzas con el erizo. Toca hablar de esos veranos en la playa acompañado por una de esas máquinas portátiles que acumulaban 99 sencillos «juegos», por llamarlos de alguna forma, y donde destacaba, por encima del resto, mi favorito: el rompe ladrillos.