No sé cómo me las he apañado para haberme pasado Rising dos veces. No entiendo bien por qué ha sido, pero lo he odiado la primera y lo he amado la segunda, y pese a lo claro que resulta todo en su planteamiento -ninjas, absurdeces y combates de espadas-, me ha costado mucho entender qué me gustaba y qué me enfurecía. Al final he concluido que la culpa es del amor, que es así: ese equilibrio entre la furia homicida y el goce de jugar con la espada.
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