El ansia de dolor, el gozo de lo perverso, el éxtasis ante lo terrible. ¿Qué pasa con lo desagradable que resulta ser una fuente infinita de deleite y satisfacciones? Salvo excepciones, todos parecemos haber llegado a un consenso que nos permite diferenciar entre lo agradable y lo desagradable y, sin embargo, la bondad absoluta nos suena ajena e inhumana, la perfección nos causa indiferencia o termina por aburrirnos, el “felices para siempre” aparece como broche final porque si se pusiera al principio la cosa se quedaría más bien parada. El mal, por el contrario, es inmortal y nunca se detiene. No es casual que en el siglo XVIII el concepto de belleza empezase a encontrar nuevos rivales: lo pintoresco y, sobre todo, lo sublime, desarrollaron su propia estética y terminaron por destronar definitivamente a una de las Tres Gracias.