El otro día, cuando estaba relajado en casa a punto de continuar mi partida de Dead Space 2, comencé el ritual que siempre llevo a cabo en este tipo de situaciones: apagué la luz, bajé la persiana, subí el volumen considerablemente y me eché una manta por lo alto (ya sabéis, por protección, como cuando uno está en la cama, se acojona y se tapa con la sábana para Dios sabe qué). El caso es que ya estaba metido de lleno en el juego cuando, de repente, noté una mano sobre mi hombro. La casualidad quiso que un agudo grito de señora resonase por todo el edificio1 a la vez que me giraba para comprobar que un ángel se posaba ante mí. “Ya está, me he quedao tieso del susto”, pensé.
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