Ocho minutos. Ese es el tiempo que tardó mi primera superviviente en oler el aliento de un lobo por primera y última vez. Su (corta) aventura comenzó a unos cincuenta metros de una pequeña choza de madera aislada en mitad de una llanura. Nuestra efímera heroína corrió hacia la cabaña mirando compulsivamente a izquierda y derecha, encontrando con que a su izquierda, a lo lejos, había algún que otro animal. No le dio importancia. Entró en la choza. En The Long Dark, entrar en una casa, por pequeña que sea esta, provoca un subidón similar al de encontrar un cofre lleno de objetos con nombres propios y letras de colores llamativos. Tras ponerlo todo patas arriba y obtener un botín consistente en un abrelatas en mal estado y una barrita de muesli, decidí salir. Al hacerlo miré al horizonte unos segundos embelesado por la belleza del paisaje, giré la cámara, y me topé de frente con el animal que hacía unos minutos vi a lo lejos. Era un lobo. Se acabó la partida.
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