Han pasado ya unos cuantos años desde que Ron Gilbert explicara en su blog personal que utilizaba una suerte de esquemas organizativos con los que definía las dependencias y pasos a seguir para resolver los puzzles que aparecían en sus juegos. Pero no eran diagramas de flujo ni máquinas de estado finito, sino gráficos interconectados que mostraban la sucesión lógica de eventos que se debían activar para llegar al final. O lo que es lo mismo, una forma práctica de identificar cuellos de botella y cadenas de acciones demasiado tediosas o lineales durante la progresión en una aventura gráfica. Tal es la importancia de este sistema que incluso juega un papel relativamente importante en Thimbleweed Park a nivel metanarrativo, pues el juego se pasa todo el rato lanzando bolas de demolición contra la cuarta pared que hacen alusión directamente a su proceso de concepción. Gilbert es tan consciente del carácter autoreferencial de su obra que se pierde dando caramelitos a los puretas que estuvimos allí cuando LucasFilm Games empezó a petarlo hace treinta años, en un tiempo donde su mayor acierto fue el de replantear un ya refinadísimo sistema de juego fruto de la transformación de otro género que llevaba mutando desde 1976: el de las aventuras conversacionales.
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