Tras una estancia de aproximadamente cuarenta horas en el pintoresco barrio de Kamurocho —ficcionalización bastante fiel de Kabukichō, el popular barrio rojo de Tokio— puedo decir que hecho prácticamente de todo. He jugado a los bolos y a las máquinas de pachinko, he golpeado a policías y yakuzas por igual, he visitado clubes de striptease y enamorado a señoritas de compañía, he aprendido a mover las fichas de Shogi y a plantarme en el Chou-Han, incluso he aprendido una valiosa lección sobre qué llevar y no llevar en el bolsillo cuando planeas enfrentarte a hostia limpia contra un escuadrón de asalto SWAT. Son pequeños detalles, tonterías que dirían algunos, que conforman la punta del iceberg que es Yakuza 4.
25