Al principio mueres

Escrito por en Artículos - 4 julio, 2013

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Gracias a servicios de distribución digital como GOG.com, y en especial a sus disparatadas ofertas, muchos jugadores pueden acceder por primera vez a videojuegos que, año arriba o año abajo, son de su quinta. Estos juegos, de los que en muchas ocasiones se hablan maravillas, presentan una serie de barreras de mayor y menor altura que algunos nunca pueden llegar a saltar. Quiero pensar que la de los gráficos, al menos, todos la tenemos más o menos superada, aunque sea por el auge de los juegos independientes de pixelazo. La de la curva de aprendizaje y la dificultad, sin embargo, mucho me temo que suele ser la que termina zancadilleando a más de un valiente. Y señores, no deberíais dejar que un juego os hiciese eso nunca.

Baldur’s Gate, Arcanum o Divine Divinity, como todos los habituales sabéis, son algunos de mis videojuegos preferidos. Los tres tienen muchas cosas en común, todas buenas, y una de ellas es que tienen un principio muy duro. Tras salir de Candelero, donde tiene lugar el perfecto tutorial de Baldur’s Gate, nos encontramos con nuestro personaje de nivel 1 perdido en un bosque, con la única ayuda de la molesta Imoen. Si llevamos a un guerrero o a un paladín estamos bien. Pero si, como a un servidor, nos gusta llevar ladrones o magos, lo más posible es que nuestro personaje muera en menos de cinco minutos en las fauces del primer lobo enfermo que encontremos. Es así. A mí me ha pasado mil veces. No hay ninguna vergüenza en ello.

Más doloroso aún es el caso del infravaloradísimo Divine Divinity, en el que durante la primera hora de juego nos topamos con un vampiro capaz de asesinar a nuestro personaje (sea de la clase que sea) con tan solo soplar fuerte. Eso por no hablar del grupo de orcos que, tras humillarnos, nos perdona la vida porque no suponemos la más mínima amenaza para ellos. Por supuesto más tarde esos mismos orcos pagan cara su ofensa… pero es mucho más tarde en la historia. Y la lección posiblemente ya la hemos aprendido unas cuantas veces.

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Todos los que hemos jugado a rol de lápiz y papel, especialmente a Dungeons & Dragons o El Señor de los Anillos, sabemos que con un personaje de nivel 1 no hay que hacer tonterías. Hoy en día estamos acostumbrados a morir muy poco. Es como si en los últimos años, los desarrolladores y los jugadores hubiesen hecho un pacto inconsciente por el cual está prohibido morir durante las dos primeras horas de juego. Y eso nos ha malacostumbrado. En World of Warcraft es posible matar decenas de cangrejos con un personaje recién creado, pero intentar lo mismo en una partida de rol de verdad posiblemente termine con tu ficha en la papelera… y las consecuentes risas del resto de jugadores, claro.

Durante la primera media hora de mi partida de Arcanum tuve que cargar la partida como media docena de veces. Mi manía de hacerme un mago, algo especialmente delicado en un mundo steampunk, me volvió a jugar una mala pasada con los perros salvajes del principio del juego. El truco para seguir adelante fue perseverar. Aunque si tuviese que dar un truco, posiblemente sería no comenzar tu primera partida con un mago elfo que ha vendido su alma al diablo. Sé que es un concepto molón, pero no uno especialmente práctico.

Dark Souls y su hermano mayor Demon’s Souls son especialmente famosos, precisamente, por atenerse a estas reglas de juego arcaicas. Recuerdo perfectamente como tardé cerca de diez o doce horas en descubrir lo útil que era la pausa táctica en Baldur’s Gate. Y de la misma forma recuerdo perfectamente cómo, habiéndome terminado ya Dark Souls una vez, todavía no sabía muy bien para qué servían la mitad de mis objetos. Es un acercamiento distinto al propio concepto del videojuego que exige mucho más por parte del jugador. Lo normal hoy en día es que nos lleven de la mano y nos expliquen exactamente qué tenemos que hacer y cómo tenemos que hacerlo. Eso, en los juegos de rol de los noventa (y en Dark Souls), no ocurre.

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Hagamos un símil cinematográfico. A la gran mayoría nos resulta más sencillo enchufar una película de Jason Statham y verlo repartir guantazos durante hora y media, que ponernos a ver Lawrence de Arabia durante las cuatro gloriosas horas que dura. Es posible que, tanto los que tenemos cierto bagaje en el mundo del cine como los que no, sepamos de buena tinta que la segunda película «es mejor» que la primera (o no). Pero sencillamente apetece más y resulta más ligero ver la calva de Statham que el turbante de O’Toole. Ahora bien, si hacemos un esfuerzo (como yo hice en su día), le echamos valor, aguantamos las dos primeras horas, e intentamos sumergirnos en lo que se nos está intentando contar, posiblemente terminemos apreciando más Lawrence de Arabia. Y lo mejor, hay posibilidades de que nos pique el gusanillo y queramos ver El puente sobre el río Kwai, que es bastante mejor.

Todo este rollo, por cierto, viene a colación de una pregunta que me dejaron hacer unas horas en tumbr, en la que me sugerían que escribiese algo sobre «cómo afrontar un juego como Baldur’s Gate«. No sé si lo he logrado. Para mí, que he conseguido hacer este camino inverso hacia videojuegos más viejos que yo, la clave es perseverar y asimilar. A muy poca gente le entrará más fácilmente un Zork que un Battlefield, pero los que no desistan con el primero es posible que se lleven una grata sorpresa. O eso, o que no quieran volver a ver una aventura conversacional en su vida.

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