Europe in 8 bits

Super Mario puesto de ácido

Escrito por en Artículos - 16 marzo, 2014

El documental Europe in 8 bits tiene una mala noticia para vosotros, bebés nocilleros, pajeros del retro y yonkis de la nostalgia: la música chip se ha emancipado. Ha dejado casapadres. Es libre. Vuela sola. Ya no necesita al videojuego para existir y ha hecho su vida en solitario. Y no solo eso, ¿sabéis qué? Le va muy bien. Es una noticia dura, os va a costar tragarla, lo sé. Pero es algo que tenemos que ir asumiendo.

Esta escisión entre el videojuego retro y la música chiptune es el mensaje que la recién estrenada película Europe in 8 bits ha clavado en mi cerebro con más contundencia, pero no soy el único al esto que le pilló de sorpresa. Javier Polo, director del documental, me cuenta por email que él también se tropezó con la noticia mientras rodaba el documental. «En un primer momento todo el mundo, incluido yo, asocia este movimiento al videojuego y a la nostalgia», explica, «pero al indagar un poco empiezan a salir muchos más argumentos y vemos qué siente cada uno para hacer su música y ahí ya poco tiene que ver el videojuego».

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El videojuego es solo un eslabón del ADN de la música chip. Ese sonido duro capaz de reventar cabezas ya estaba en las tonadas de la Game Boy o en la música de Commando, pero para llegar desde ahí hasta la escena de la música ochobitera actual hay que añadir también un chorro generoso de electrónica experimental, unas gotas de circuit bending y una pizca de política, entre otros ingredientes. Así lo describe Javier: «La filosofía, la política, el sonido electrónico, la pasión por las máquinas, la comunidad y la rebeldía de una generación, conforman el cocktail perfecto de lo que realmente es esta subcultura».

Sí, política. La electrónica ochobitera es, en cierto modo, una respuesta política al consumismo y una apuesta firme por el reciclaje. Utilizar tecnología presuntamente obsoleta para crear, para hacer algo nuevo, para darle usos que hasta ahora nadie había pensado, es una forma tan bonita como cualquier otra de escupir a la cara de la sociedad y decirle no se está enterando de absolutamente nada. En esta reivindicación no hay nada de nostalgia ni de amor ciego por el retro, solo irreverencia. Algunos lo llaman punk.

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Hace unas semanas tuve el gusto de charlar con una de las entrevistadas en Europe in 8 bits, Raquel Meyers (autora de Micomonocon, una indiegencia de la que ya hemos hablado por aquí) y me contó que ella no estaba atada emocionalmente al Commodore 64 que utiliza para trabajar. No fue un ordenador que utilizara de pequeña, pero a pesar de eso lo utiliza para hacer sus ilustraciones y animaciones en PETSCII. Raquel me dijo que el Commodore le facilitaba la vida, le permitía hacer lo que ella quería. «A veces nuestra incompetencia y nuestra obsesión por tener algo mas nuevo, mas rapido, no nos ver todas las posibilidades», me decía. En el documental, esto queda claro cuando vemos a los artistas volver loco al público mientras aporrean los botones de una Game Boy para sacarle sonidos que no podrían salir de ningún otro aparato.

En los videojuegos, la música 8 bits tenía cierto poder hipnótico. Esos ritmos machacones, esos agudos fuertes y esos ruidos rotos te agarran por la pechera y te arrastran a una especie de trance, una dimensión paralela en la que solo existís el juego y tú, un estado de concentración superior en el que por fin superabas esa pantalla que se te atragantaba. La música chip actual conserva esas cualidades, aunque las utiliza de otra forma. Los artistas que aparecen en Europe in 8 bits aprovechan esos sonidos poderosos para componer melodías que se clavan bien profundo en la cabeza y ritmos que te infectan como puto veneno. Lo chiptune ha saltado de la intimidad del cuarto y del diálogo entre jugador y juego al éxtasis colectivo de la música electrónica y la fiesta.

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A pesar de que las sesiones de música chip suelen celebrarse en salas pequeñas para públicos reducidos, Javier Polo reconoce que el rodaje de muchas de estas fiestas resultó agotador. «La música es muy intensa», explica, «recuerdo una actuación en Holanda en la que mi compañero no aguantaba más y se fue, el tío estaba metiendo tanta caña que a los cinco minutos yo también paré de grabar».

Todo esto describe, más o menos, la ruptura entre videojuegos y chiptune, pero la imagen que mejor retrata esta idea llega con el clímax del documental: Meneo, completamente desnudo, agitando la polla y con una Game Boy en las manos metiendo ruido en una discoteca valenciana. Fue cuando vi esto cuando me di cuenta de lo dura que podía ser esta imagen para un amante del retro.

Europe in 8 bits no es, ni por asomo, un documental pensado para nostálgicos del arcade ochentero, pero eso no significa que reniegue de sus orígenes consoleros y de su parentesco irrenunciable con el videojuego. De hecho, cuando estos artistas quieren explicarle a un profano qué es la música chip, acuden a los clásicos para buscar una buena definición: «Es Super Mario puesto de ácido».

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